En el año 1412 nació una niña de los campesinos Jacques e Isabellette d'Arc. La llamaron Jehanne. La conocemos como Santa Juana de Arco.
De la época de Santa Juana y su papel divino en ella, Mons. Hughes escribe:
Inglaterra estuvo involucrada en una de las mayores maldades de su larga historia en esa sucesión de saqueos en Francia que lleva el nombre de Guerra de los Cien Años, y las pérdidas para el catolicismo que se derivaron del saqueo de un país católico vecino por parte de esta potencia católica. Fueron tales que, al final, la Providencia intervino directamente y, para librar al país del flagelo, envió al inspirado generalato de la campesina de Lorena, Santa Juana de Arco. (Philip Hughes, Una historia popular de la Iglesia católica, 141)
Un siglo sangriento
Para apreciar el asombroso papel que jugó Juana en la historia, debemos comprender el mundo en el que nació. La Guerra de los Cien Años (1337-1453) se había prolongado durante tres generaciones, peleada por reclamos en competencia al trono de Francia (y por los derechos sobre la rica región productora de vino de Aquitania).
Aunque más tarde el nacionalismo jugó un papel importante en los conflictos entre Francia e Inglaterra, en ese momento no fue un factor importante. Las historias de los dos países habían sido inseparables desde 1066, cuando los normandos conquistaron Inglaterra. Los gobernantes de Inglaterra habían sido normandos y el francés era el idioma de la corte inglesa. Los reyes de Inglaterra, como duques de la región de Aquitania, eran feudatarios de los reyes de Francia. Al mismo tiempo, como soberanos de su propio reino, eran iguales a los reyes de Francia. Esta relación inusual sólo podía significar problemas a medida que Inglaterra creciera en poder.
Los apostadores al comienzo de la Guerra de los Cien Años habrían favorecido a los franceses políticamente más estables. Sin embargo, los ingleses mantuvieron la ventaja durante algún tiempo. Batalla tras batalla, la caballería y los hombres de armas franceses, mal dirigidos y demasiado confiados, chocaban entre sí en una carga confusa tras otra en la que hombres y caballos eran despedazados por las flechas del arco largo inglés. En 1347, la peste negra provocó un cese temporal de las hostilidades. Con menos caballeros como consecuencia de la plaga, los ejércitos fueron reforzados por mercenarios de las clases trabajadoras. Cuando se llegó a una tregua en 1360, estos mercenarios desempleados se ganaron la vida saqueando la campiña francesa.
En 1396 se firmó el Tratado de París que debía durar treinta años. En 1417, cinco años después del nacimiento de Juana, el rey Enrique V de Inglaterra rompió el tratado al invadir Francia. Diezmó al ejército francés en los campos de Agincourt (ver “Enrique V: No es la versión Branagh”, página 9). El delfín Carlos huyó hacia el sur. En 1428, el regente de Enrique VI, el duque de Bedford, sitió Orleans, el último bastión importante de los Valois en el norte. Durante este período se produjo el renacimiento francés bajo Santa Juana.
“Es Dios quien lo ordena”
Joan, la menor de cinco hermanos, nació en la localidad de Domrémy. En el momento de su nacimiento, los ingleses y sus aliados borgoñones controlaban la mitad de Francia, incluida París, y el pequeño pueblo de Juana se encontraba en la frontera.
Joan conoció la guerra cuando era niña y se vio obligada a huir al menos una vez cuando una banda de asaltantes borgoñones saqueó su pueblo. Por lo demás, la campesina tuvo una infancia feliz, y si se distinguía entre sus amigas era sólo por la profundidad de su devoción, piedad y caridad. A menudo entregaba su cama a los caminantes pobres y recibía frecuentemente los sacramentos. Era muy querida por la gente de Domrémy.
A los trece años, Juana escuchó voces que durante los siguientes cuatro años revelaron ser, entre otras, San Miguel Arcángel, Santa Margarita de Antioquía y Santa Catalina de Alejandría. Con el tiempo le explicaron a la niña que ella iba a liderar el ejército que liberaría a Francia de los ingleses. Las voces eran insistentes y explícitas. Juana no protestó tanto por su tarea como preguntó, como la Madre de su Salvador, cómo era posible, ya que, entre otras cosas, nunca había montado a caballo ni disparado con arco. “Es Dios quien lo ordena”, le dijeron los santos, y eso fue suficiente.
La primera campaña de Joan
A los diecisiete años, Juana viajó con su mandato divino a la vecina localidad de Vaucouleurs, donde los oficiales del ejército francés reaccionaron a su historia diciéndole que se fuera a casa. Ella persistió y, al profetizar los detalles de una próxima derrota en el campo de batalla fuera de Orleans (la “Batalla de los Arenques”), captó la atención de Robert Baudricourt, el comandante de las fuerzas del rey en Vaucouleurs. Aceptó concertar una audiencia con Carlos el Delfín.
Después de un viaje de 300 millas a través de territorio enemigo con una escolta de sólo seis personas, Joan llegó a la corte de Chinon. Aunque nunca había visto al rey, Juana lo identificó. También le confió un secreto que convenció al Delfín a tomar nota. (Hasta el día de hoy, nadie sabe cuál era este secreto, aunque algunos estudiosos de Joan creen que ella pudo haber tranquilizado a Charles sobre las dudas que albergaba sobre su propia legitimidad).
Explicó su misión al Delfín: lideraría un ejército para liberar la ciudad de Orleans y luego despejaría el camino a Reims, donde el Delfín recibiría la corona francesa como lo habían hecho sus predecesores. Carlos solicitó una investigación eclesiástica que verificó su virginidad y no encontró nada más que una muchacha brillante y piadosa. A Joan le dieron una armadura blanca y un estandarte hecho a medida que representaba a dos ángeles presentando una flor de lis a Dios Padre y con las palabras "Jesús María".
En ese momento, obtuvo su famosa espada. Su testimonio de su juicio cuenta la historia de su descubrimiento:
Mientras estaba en Tours o en Chinon, envié a buscar una espada que estaba en la iglesia de Santa Catalina de Fierbois, detrás del altar; fue encontrado allí inmediatamente; la espada estaba en el suelo y oxidada; sobre él había cinco cruces; Sabía por mi Voz dónde estaba. . . Estaba bajo tierra, no muy profundamente enterrado, detrás del altar, así me pareció: no sé exactamente si estaba delante o detrás del altar, pero creo que escribí diciendo que estaba detrás. Tan pronto como lo encontraron, los Sacerdotes de la Iglesia lo frotaron, y el óxido se desprendió en seguida sin esfuerzo. (Pernoud y Clin, Juana de Arco: su historia, 225)
Así armada, Juana, junto con el duque de Alençon al frente del ejército francés, partió hacia Orleans. Avanzando en barco por el río Loira, condujo silenciosamente a su ejército más allá de las líneas de asedio inglesas. Ella reunió al desmoralizado ejército francés. Capturó los fuertes ingleses (diez en total) que rodeaban la ciudad y levantó el sitio. Durante la captura del más importante de estos fuertes, el de Tourelles, fue herida por una flecha en el pecho (de acuerdo con su propia profecía). No obstante, volvió a la lucha para llevarla a la victoria.
En junio de 1429, comenzó su campaña en el Valle del Loira con una victoria en Jargeau, en la que fue asistida por un batallón de escoceses. “¡Ustedes los escoceses hacen una buena guerra!” ella les dijo. De nuevo con una rapidez rayana en el abandono y un magnífico uso del elemento sorpresa, Juana condujo a su ejército a una aplastante victoria en Patay, durante la cual la caballería francesa flanqueó e invadió a los arqueros ingleses. Se dijo que las bajas francesas fueron cinco; Se decía que los ingleses eran más de 2000.
Demostrando un agudo sentido táctico, Joan pasó por alto un bastión inglés en Meung Sur Loire, sabiendo que sus victorias hasta el momento habían dejado a los ingleses aislados de sus trenes de suministros.
La posterior rendición de Troyes despejó el camino hacia Reims, lugar sagrado del bautismo de Clodoveo y lugar tradicional de coronación de los reyes franceses. El tímido Delfín lo siguió de mala gana y fue coronado en la catedral el 16 de julio mientras Juana, sosteniendo su estandarte, estaba junto al rey. (Cuando, en su juicio, le preguntaron a Juana por qué estaba con su estandarte junto al rey en su coronación, ella respondió que su estandarte había participado en la obra, por lo que era apropiado que compartiera la gloria).
Una leyenda en su propio tiempo
Habiendo cambiado el rumbo de una guerra casi perdida, Juana se volvió inmediata e inmensamente popular, especialmente entre su propio pueblo, los campesinos. Le trajeron objetos sagrados para que los tocara. Se convirtió en una heroína nacional y su reputación traspasó las fronteras de Francia, donde corresponsales y poetas italianos embellecieron su ya inusual historia. Por toda la tierra corren leyendas sobre una infancia marcada por los milagros: Se decía que la joven doncella nació el día de la Epifanía y que todos en su pueblo sintieron una alegría inexplicable en el momento de su nacimiento, mientras los gallos (normalmente tranquilos en invierno) cantaban. y batieron sus alas durante dos horas seguidas, aunque nadie en ese momento supo por qué. Se decía que cuando era niña, Joan podía convocar a los pájaros del cielo y alimentarlos con migas de pan que descansaban sobre su pecho. Cuando corría por el campo con sus compañeros de juego, sus pies no tocaban el suelo. Palomas aparecieron sobre su cabeza. Alguien vio a un sacerdote presentarle una hostia consagrada y una no consagrada, y Juana identificó la Presencia Real. Otros declararon que ella controlaba el clima, lo que provocó que granizara a los franceses no leales a Carlos.
Joan fue buscada en toda Francia y en el extranjero no sólo por su consejo marcial, sino también por su consejo en áreas en las que no tenía ninguna experiencia. La duquesa de Milán, Bona Visconti, pidió a Juana que le devolviera su ducado. El ayuntamiento de Toulouse pidió a Joan que les asesorara para solucionar sus problemas económicos. El duque de Armañac pidió a Juana que declarara cuál de los tres aspirantes a la Cátedra de Pedro en ese momento era el legítimo (una situación lamentable que preocupaba a la Iglesia tras el papado de Aviñón).
Por mucho que estos cuentos encendieran los corazones de los franceses, también alimentaron las supersticiones inglesas, y no es difícil entender por qué muchos ingleses llegaron a ver a Juana como una bruja. Tampoco es sorprendente que los ingleses que estaban convencidos de la santidad de Juana perdieran el apetito por una guerra que consideraban que provocaba el desagrado de Dios.
Traición y juicio
Aunque Joan desalentó el culto que se desarrolló a su alrededor, Charles y sus compinches se pusieron celosos. Ella lo presionó y él, de mala gana, le dio una fuerza inadecuada para liberar París. El ataque a París fracasó y Juana fue herida con una flecha en el muslo. Sus voces anunciaron que le quedaba poco tiempo.
Contrariamente al consejo de Juana, Carlos acordó una tregua con los ingleses, disolvió su ejército e intentó en vano negociar. Juana languideció en la corte durante el invierno, impacientándose cada vez más con el estilo dilatorio del rey, declarando que si no tenía intención de utilizarla para librar a Francia de los ingleses, debería dejarla regresar a su hogar.
En mayo siguiente, Juana reunió una pequeña fuerza de mercenarios y se enfrentó a los borgoñones en Compiègne. Ella y varios de sus soldados quedaron atrapados fuera de la ciudad cuando el puente levadizo se levantó prematuramente, tal vez debido a alguna traición. La sacaron de su caballo y la hicieron prisionera del duque de Borgoña durante cinco meses, tiempo durante el cual el ingrato Carlos no hizo ningún esfuerzo por rescatarla.
Los ingleses, sin embargo, compraron a Joan de Borgoña por lo que hoy equivaldría a más de medio millón de dólares. La venta de la joven doncella por parte de Borgoña creó una ruptura entre él, su esposa y su hija, que intentó reparar comprándola de nuevo. Los ingleses se negaron. Deseosos de ejecutarla y desacreditar así a Carlos, los ingleses la sometieron a un juicio falso presidido por obispos franceses sin escrúpulos que eran títeres del régimen inglés. Se formularon cargos de brujería, hechicería y herejía contra la joven sirvienta que, al negarle asesoramiento y a pesar de enfermedades y malos tratos en prisión (incluidos intentos de envenenarla y violarla), desvió los cargos con sencilla gracia y confianza. Sin embargo, fue declarada culpable de herejía y del cargo de vestir ropa de hombre, una práctica que asumió en el campo de batalla y que mantuvo en prisión para proteger su castidad. Quemada en la hoguera, en Rouen, Juana murió el 30 de mayo de 1431. Sus cenizas fueron arrojadas al río Sena.
Veinte años después, a petición de su madre, la Iglesia reabrió su caso y la absolvió de todos los cargos. Sin embargo, no fue hasta el 16 de mayo de 1920 que Juana de Arco fue canonizada santa.
Detrás de los mitos
Quizás ninguna vida de figura medieval esté mejor documentada que la de Santa Juana de Arco. Mark Twain, que consideraba la biografía de Juana como su mejor obra, calificó a la Doncella de Orleans como “fácilmente y con diferencia la persona más extraordinaria que la raza humana haya producido jamás” (“Santa Juana de Arco” en Cuentos, bocetos, discursos y ensayos recopilados, vol. 2). Aunque la historia de la vida de Juana había sobrevivido como mito nacional francés durante siglos, no fue hasta la adolescencia de Twain que el historiador y arqueólogo francés Jules Etienne Quicherat recopiló los documentos oficiales del juicio y rehabilitación de Juana y los publicó en cinco volúmenes. Los volúmenes de Quicherat proporcionan capa tras capa de corroboración de los acontecimientos notables de su corta vida, todos ellos prestados bajo juramento. En el prefacio de su Recuerdos personales de Juana de Arco, Twain insiste en que no existe otra vida “de ese tiempo remoto” que se conozca “con la certeza o la amplitud que atribuye a la de ella”. O los detalles de la vida de Joan son ciertos, o su historia es una conspiración de siglos para crear una heroína nacional como no encontramos en ningún otro lugar de la historia.
Joan ha capturado la imaginación de novelistas, dramaturgos, historiadores y cineastas, algunos de los cuales están más cerca de comprenderla que otros. Algunos ven en Joan a una feminista, interpretación que ignora, entre otras cosas, su deseo de consagrar su virginidad. De ella, GK Chesterton escribió: “Era exactamente el tipo de persona, como Juana de Arco, que sabía por qué las mujeres usaban faldas, la que estaba más justificada para no usarla” (“The Drift from Domesticity” en La cuestión: por qué soy católico).
Sus motivos nunca fueron triunfar en un mundo de hombres. Una vez coronado el rey, intentó volver a su vida en Domrémy. Su infancia fue decididamente femenina, dedicada a la formación en el arte de construir un hogar: “En costura e hilado no temo a ninguna mujer”, insistió en su juicio.
Joan no sólo era decididamente doméstica, sino que no era lo que llamaríamos sexualmente liberada. El testimonio de los soldados y oficiales con quienes compartió espacios cercanos describe su modestia y su influencia. Al unirse al ejército francés, uno de sus primeros actos fue expulsar a las prostitutas del campo con su espada. En el prefacio de su obra, Santa Juana, George Bernard Shaw caracteriza este acto como mojigato. Pero los soldados de Juana entendieron y su virtud heroica los inspiró a amarla y seguirla.
La idea de Joan como protoprotestante, también de Shaw, no se corresponde con el testimonio. Entre sus primeros actos como comandante estuvo establecer la práctica de la asistencia a misa y la recepción frecuente de los sacramentos por parte de sus soldados. Nada en su testimonio contradice las enseñanzas de la Iglesia y durante todo el proceso defiende la autoridad del Papa, solicitando más de una vez ser remitida a su juicio. Además, Juana dictó una carta a los husitas en Bohemia condenando su herejía y su utraquismo y diciéndoles que ella sería la siguiente en perseguirlos.
Hay otras ideas erróneas sobre Juana: que era una nacionalista, una heroína de las clases trabajadoras, una de las primeras revolucionarias que derribó el antiguo orden feudal. Pero si estos fueron sus motivos, ¿por qué prácticamente arrastró al Delfín a su coronación? ¿Por qué deseaba dejar atrás el mundo político de la corte de Carlos y volver a la vida campesina?
No es un mártir
Se cree comúnmente que la Iglesia venera a Juana como a una mártir. Ella no es. Su santidad deriva de su piedad, de su devoción, de su caridad y, sobre todo, de su voluntad de imitar a la Santísima Virgen aceptando la voluntad de Dios y sin dejar que nada se interponga en ella.
La idea más improbable, por supuesto, es que una campesina adolescente sin entrenamiento militar dirigiera un ejército. Pero los éxitos de Juana en el campo de batalla y su papel central en una campaña militar que cambió el curso de la Guerra de los Cien Años son hechos incontrovertibles. Estas hazañas las logró a la edad de diecinueve años, siendo la persona más joven en comandar el ejército de una nación, no como una simple figura decorativa o animadora, sino como una verdadera comandante en el campo de batalla que se hizo cargo del empleo estratégico y táctico de su fuerza. Devolvió la moral al ejército francés, en gran medida insistiendo en que sus soldados se comportaran como cristianos, pero también ocupando su lugar a la vanguardia del asalto.
Según el testimonio de los capitanes que sirvieron a su lado, Joan era una hábil táctica. “Excepto en cuestiones de guerra”, dijo un capitán de Chartres durante su rehabilitación, “ella era sencilla e inocente. Pero en la dirección y formación de los ejércitos y en la conducción de la guerra, al disponer un ejército para la batalla y arengar a los soldados, se comportó como el capitán más experimentado del mundo, como alguien con toda una experiencia de toda una vida” (Régine Pernoud , El nuevo juicio de Juana de Arco, 108).
El duque de Alençon corrobora este testimonio:
En la conducción de la guerra era muy hábil, tanto en llevar ella misma la lanza, como en ordenar el ejército en orden de batalla y en colocar la artillería. Y todos se asombraban de que ella actuara con tanta prudencia y lucidez en las cosas militares, tan hábilmente como algún gran capitán con veinte o treinta años de experiencia; y especialmente en la colocación de la artillería, porque en eso se comportó magníficamente. (Pernoud, El nuevo juicio, 142)
La extraordinaria habilidad de Joan como comandante no se limitaba a su habilidad táctica. También entendía la estrategia política. Después de la victoria de Juana en Orleans, el Delfín y sus consejeros favorecieron una invasión de Normandía. Juana los convenció de que despejar el camino a Reims y hacer que Carlos fuera ungido rey desmoralizaría a los ingleses y reuniría la voluntad del pueblo francés de permanecer en la lucha. Su plan condujo a la eventual victoria francesa.
Su porte era el de un comandante. Pronunció grandes discursos que inspiraron a sus hombres. La carta que envió a los ingleses antes de iniciar su campaña para liberar Orleans demuestra que no se anduvo con rodeos:
Rey de Inglaterra, y usted, duque de Bedford, que se hace llamar regente del Reino de Francia, usted, señor John Talbot y usted, señor Thomas de Scales, que se hace llamar lugarteniente del susodicho duque de Bedford, rindan cuentas al rey de Cielo y entrega a la Doncella. . . Ella está enteramente dispuesta a hacer las paces, siempre que usted esté dispuesto a ajustar cuentas con ella y que abandone Francia y pague por haberla ocupado. . . y volved a vuestros propios países por el amor de Dios. Y si no lo hacéis, esperad la palabra de la Doncella, que vendrá a visitaros brevemente para vuestro gran dolor. Soy el comandante de guerra y en cualquier lugar en el que me encuentre con tus aliados franceses, los haré abandonar. Y si no obedecen, haré que los maten a todos. (Pernoud y Clin, Juana de Arco: su historia, 33, 34)
¿Ella marcó la diferencia?
Finalmente, está la pregunta aparentemente razonable de si las acciones de Juana fueron decisivas o no para provocar el fin de la guerra. Después de todo, los franceses lograron la victoria más de treinta años después de la ejecución de Juana. Sin embargo, para el cristiano la pregunta parece casi impertinente. Juana fue enviada por Dios con la misión expresa de librar a Francia de los ingleses. El horario de la Providencia no es el del hombre. Que Dios decidiera tomar otras tres décadas para hacer realidad el trabajo de Joan es asunto suyo.
Los escépticos, los cínicos, los desacreditadores y otros no creyentes buscan otras causas para el fin de la guerra. Para ser justos con sus argumentos, cabe señalar que Inglaterra bajo el duque de Bedford recuperó muchas de las pérdidas sufridas bajo Juana. Además, la pérdida de ingresos de Inglaterra debido a la depresión agrícola y la disminución del comercio exterior redujeron su capacidad para hacer la guerra.
Eduoard Perroy, cuya historia de la Guerra de los Cien Años se considera ampliamente autorizada, parece estar en conflicto sobre la cuestión. En un momento sugiere que la influencia de Juana en el resultado de la guerra fue remota, aunque en otra parte de su obra escribe:
Todo lo que la heroína dejó detrás de ella fueron acciones. Pero fueron acciones cuya huella ninguna condena podría borrar. Estaba el hecho militar de que por primera vez las armas de Lancaster se detuvieron en el camino hacia la victoria. Estaba el hecho político de que el Rey. . . se le dio el prestigio de la coronación. En este sentido la intervención de Juana de Arco fue decisiva, y la página que escribió, contra todo pronóstico, en la historia de Francia merece ser recordada como una de las más bellas. (La guerra de los cien años, 281)
El historiador general JFC Fuller, él mismo un no creyente, ve a Joan como claramente decisiva y señala los efectos de sus acciones en la confianza francesa. Los imparables ingleses habían sido detenidos.
A los revisionistas históricos contemporáneos les gusta preocuparse por si la batalla del Álamo fue decisiva o si el cruce de Washington por Trenton fue decisivo. En última instancia, estas cuestiones tienen poco interés. Los mitos del Álamo y Trenton, como los de Lepanto o las Termópilas, encienden el alma de una nación. “El inspirado mando general de la campesina de Lorena” fue decisivo y en muchos aspectos que no necesariamente pueden medirse con un recuento de bajas. Santa Juana es el mito más grande de Francia, de hecho uno de la cristiandad. Y resulta que su mito también es cierto.
Un santo para nuestros tiempos
¿Qué hay en la historia de Joan para nosotros? Sin duda, su historia resalta los méritos de la obediencia, la confianza en Dios, la fortaleza, la perseverancia y cosas por el estilo.
También hay una verdad que fácilmente se pasa por alto en una nación moderna donde se celebra la movilidad, donde el desarraigo es la norma y donde la tierra significa poco más que una hipoteca: Dios ama lugares y pueblos particulares como Francia, pero también ama lugares como Lorena, y Domrémy, Nazaret y Rockton, Illinois. Él quiere que estemos apegados a nuestra parte única del mundo, dondequiera que esté. Este tipo de apego es verdadero patriotismo y contrasta con el universalismo que tanto informa el discurso político moderno.
Algo nos dice que un gran santo haya logrado tanto en defensa de un pueblo único, de su tierra y de su sangre. Quizás las aspiraciones revolucionarias modernas de un imperio universal no sean parte del plan divino. Más bien, el pequeño pedazo de tierra en el que vivimos es el lugar diseñado para que llevemos a cabo nuestra salvación. Cuando las imágenes del planeta Tierra desde el espacio exterior y la intensidad de las comunicaciones electrónicas modernas hacen que nuestras pequeñas aldeas parezcan pequeñas hasta el punto de la insignificancia, podemos reflexionar sobre aquello por lo que Joan luchó y murió y agradecer a Dios por nuestra propia sangre y suelo.
BARRAS LATERALES
Enrique V: no es la versión de Branagh
Al invadir Francia, el rey Enrique V de Inglaterra violó la Tregua de París de 1396 y revivió la Guerra de los Cien Años. Su pretensión de hacer la guerra era un endeble reclamo al trono de Francia. De hecho, como nieto de un usurpador, el derecho de Enrique al trono de Inglaterra era en sí mismo escaso.
El 15 de octubre de 1415, Enrique llevó a su ejército a la victoria contra los franceses en los campos fangosos de Agincourt. La tan celebrada victoria fue un revés dramático: el ejército de Enrique, desnutrido, asolado por la disentería y exhausto, derribó todo el poder de la caballería pesada francesa, que superaba en número a los ingleses en más de tres a uno. La batalla fue un triunfo para el arco largo inglés. Aunque difícil de dominar, esta arma era superior al arco normando corto en todos los sentidos. Su velocidad de disparo era más rápida, su alcance era mayor y su poder de penetración era más fuerte.
Los caballeros franceses cayeron de sus caballos sólo para quedar atrapados y asfixiarse en el barro. Miles de prisioneros franceses fueron capturados y Enrique ordenó que muchos de ellos fueran masacrados. Los ingleses condujeron a los prisioneros a casas y graneros y les prendieron fuego. Los soldados ingleses peinaron el campo de batalla en busca de botín y degollaron a los heridos franceses. Sobre la atrocidad, el historiador Desmond Seward escribe:
Los escritores ingleses intentan blanquear esta pieza de Schrechlichkeit [horror] por Enrique con referencia a los “estándares de la época”, pero de hecho, según los criterios medievales, fue una atrocidad particularmente desagradable asesinar a nobles desarmados que se habían rendido con la confiada expectativa de ser rescatados. (La guerra de los cien años, 168, 69)
Enrique regresó a Londres convertido en un héroe conquistador. No tuvo dificultades para conseguir los fondos necesarios para su próxima incursión en el norte de Francia. Los sheriffs de toda Inglaterra hicieron cumplir su orden de arrancar seis plumas de cada ganso del reino para proporcionar vuelos a las flechas de sus arqueros.
Insistiendo en su derecho de nacimiento, Enrique invadió Francia nuevamente dos años después. Enfrentó poca oposición mientras Francia estaba devastada por la guerra civil. El ejército de Enrique atravesó Normandía y solo fracasó en tomar la fortaleza del monasterio costero del Mont Saint Michel.
Las ciudades de Caen y Rouen fueron tomadas después de largos asedios durante los cuales los ciudadanos murieron de hambre. En Caen, la artillería pesada de Enrique abrió agujeros en las murallas de la ciudad. Sus soldados atravesaron la brecha, acorralaron a los ciudadanos hasta el mercado y los mataron a machetazos: niños, ancianos, madres lactantes. Aquellos que se salvaron de este primer terror sufrieron saqueos y violaciones por orden de Enrique: "¡Estragos!"
Rouen estaba mejor armada y mejor defendida, con una guarnición de 4000 hombres y abundante artillería. Allí los ciudadanos resistieron el asedio todo el tiempo que pudieron. Con el tiempo, ellos también se enfrentaron al hambre. Comían carne de caballo, gatos, perros, ratas, ratones y cáscaras de verduras podridas. Los pobres hambrientos intentaron huir de la ciudad, pero Enrique se negó a dejarlos pasar. Los confinó en la zanja fuera de las murallas de la ciudad para que murieran de hambre en el barro del invierno. Un cronista contemporáneo describió la escena: niños de tres años cuyos padres habían muerto, mendigando pan entre la multitud hambrienta.
La brutalidad reemplaza a la caballerosidad a medida que disminuye la influencia de la Iglesia
La Guerra de los Cien Años fue testigo del paso de la era de la caballería y el feudalismo. Una de las grandes cualidades del feudalismo fue la restricción que impuso a la guerra. Los señores feudales no podían exigir a sus caballeros más de cuarenta días de servicio seguidos, un código que limitaba su capacidad para hacer la guerra. La Guerra de los Cien Años marcó el comienzo de la era de los soldados pagados que no vivían según ningún código feudal y que podían permanecer en el campo mientras los reyes pudieran pagarles. Además, estos soldados procedían de todas las clases, lo que hacía de la guerra una empresa más democrática que aristocrática y, por tanto, más violenta y sin restricciones. Esos soldados se ganaban la vida aterrorizando a la población civil cuando no había posibilidad de luchar de verdad. A esta cualidad irrestricta se sumó el desarrollo de la artillería de pólvora, incluso algunas piezas de retrocarga al final de la guerra. La artillería se volvió móvil y el fuego más preciso. Desde entonces, la artillería ha sido responsable de más bajas que cualquier otro arma del campo de batalla. La artillería hizo que las ciudades amuralladas quedaran cada vez más obsoletas y trasladó la ventaja de la defensa a la ofensiva en la guerra de asedio. La caballería pesada, y con ella, las armaduras pesadas, también comenzaron a desvanecerse a medida que las armas de pólvora se volvieron más refinadas y las armaduras corporales resultaron inútiles contra ellos.
La guerra también marcó la desaparición de los reinos y las primeras etapas del Estado-nación. Sin duda, la historia de Juana de Arco asume el papel de mito en la creación de la nación francesa. Pero lo más significativo es el eclipse de la autoridad de la Iglesia. Los años durante los cuales el papado languideció en Aviñón contribuyeron poderosamente a esto, al igual que el subsiguiente cisma occidental, de modo que la Iglesia, aunque lo intentó repetidamente, carecía del poder y la fuerza para negociar cualquier paz entre Inglaterra y Francia. autoridad significó no sólo la pérdida de una voz que pudiera moderar las disputas políticas internacionales, sino también la pérdida de una voz que pudiera dictar cómo se resolvían.
La Iglesia, por ejemplo, en 1139, en el Segundo Concilio de Letrán, había prohibido a los cristianos usar el arco y la flecha en la guerra contra otros cristianos: “Prohibimos bajo anatema el arte asesino de ballesteros y arqueros, que es odioso a Dios, ser empleados contra cristianos y católicos de ahora en adelante”.
La Iglesia que había prohibido luchar los domingos, los días santos y durante la Cuaresma y el Adviento vio cómo la guerra se volvía más brutal y los no combatientes sufrían cada vez más. Al igual que los clérigos que hoy condenan los embargos navales y las armas nucleares, biológicas y químicas, la Iglesia de mediados del siglo XV no fue escuchada. No es mera coincidencia que la guerra se hiciera más ilimitada a medida que tomó forma la Reforma Protestante. La caballerosidad fue, en definitiva, un código religioso que cayó cuando la Iglesia en cuyo seno se nutría sufrió los golpes de la disidencia.
OTRAS LECTURAS
- Juana de Arco by Hilaire Belloc (Neumann)
- Juana de Arco: su historia de Régine Pernoud y Marie-Veronique Clin; Traducido por Jeremy duQuensnay Adams (Palgrave McMillan)
- Juana de Arco: la santa guerrera por Stephen Richey (Praeger Publishers)
- Santa Juana: La niña soldado (para lectores jóvenes) de Louis de Wohl (Ignacio)