
“No hay absolutos”, dijo la profesora de inglés de undécimo grado. “¿Absolutamente ninguno?” llegó el chiste desde el pasillo central. Los de la clase que entendieron el chiste se rieron disimuladamente. La profesora sólo se divirtió un poco.
Era el año 1977, en Natrona Heights, Pensilvania, y el estudiante sarcástico pero de mentalidad filosófica era yo. No recuerdo si la discusión fue sobre el uso del inglés, la literatura o la vida en general. Al menos esa vez no me enviaron al pasillo con el director, a diferencia de la clase de inglés del año anterior, donde masticé un diente de ajo después de que un compañero me retó a hacerlo.
Recuerdo otro incidente con la maestra de undécimo grado. Teníamos la tarea de escribir un diario y ella estaba repasando mi trabajo conmigo individualmente. Surgió el tema de la religión. Mencioné que era teísta y anglocatólica. Ella dijo: “Puede que seas teísta; pero soy ateo”. Le pregunté por qué. Ella respondió: “Yo era católica, pero mi marido murió en un accidente automovilístico”.
Espero haber dicho algo comprensivo en ese momento, pero recuerdo haber pensado que de alguna manera esto encajaba con su otro comentario de que no había absolutos: atractivo en la superficie, pero no lógico. Si no hubiera absolutos, no habría verdades absolutas y, por tanto, el eslogan “sin absolutos” no podría ser absolutamente cierto. De manera similar, si existe un Dios, y si ella alguna vez creyó en él, ¿cómo cambió la situación la muerte de su esposo? ¿Rompió Dios alguna promesa, expresa o implícita?
A esa edad, y desde entonces, nunca dudé de que Dios existía, de que la muerte misma no era motivo alguno para pensar lo contrario. Había leído el libro de CS Lewis. Problema del dolor y sus otros escritos (todos los que entonces estaban disponibles; más tarde leí sus obras póstumas tal como aparecieron). Decidí que no sólo leería todo lo que el propio Lewis escribiera (bastante ambicioso), sino también los libros que recomendaba. No he terminado del todo. Quizás alguien podría comercializar la idea como "El plan de lectura de por vida de CS Lewis", análogo al programa "Grandes libros", El Plan Católico de Lectura de por Vida por el p. John Hardon, o "Los mil grandes libros" de John Senior. A pesar de no haber logrado llevar a cabo el “Programa Lewis” en su totalidad, avancé, no sólo en leerlo sino en leer sus recomendaciones. Este “Programa” me hizo entrar y salir de bibliotecas y librerías usadas. Por lo general, compartía el entusiasmo de Lewis por los libros así encontrados.
A menudo eran difíciles de localizar (algunos títulos oscuros nunca los localicé), pero gasté mucho tiempo y dinero en comprar o pedir prestados grandes cantidades de libros de los Inklings, George MacDonald, Coventry Patmore, G. K. Chesterton, Dorothy Sayers, Thomas Kempis, Platón, Aristóteles, Rudolf Otto, Edwyn Bevan, William Langland, Jane Austen, Tomás de Aquino, Dickens, Dante, Pascal, Shakespeare, Milton, Donne, Ronald Knox, Señor Arnold Lunn, Thomas More, Bunyan, Wordsworth, Spenser, George Herbert, Thomas Traherne, Chaucer, Guillaume de Lorris, Augustine, Samuel Johnson son todos escritores citados y respaldados por Lewis en uno o más pasajes de sus obras.
Por supuesto, son un grupo bastante heterogéneo. No todos tienen el mismo mérito literario o espiritual, pero, con algunas excepciones, tenían una perspectiva fuertemente cristiana y ayudaron a confirmar en mí la convicción de que, independientemente de lo que pudiera ser discutible, el cristianismo era un hecho y Lewis un sabio.
El siguiente paso en mi peregrinación fue difícil. Ahora que había decidido seguir siendo cristiano, quedaba por ver cuál era la definición más precisa de este cuerpo cristiano. ¿Cuáles fueron sus características? ¿Cuál es la mejor manera de defender las creencias fundamentales del cristianismo? (Era obvio que recientemente habían atravesado tiempos difíciles y oídos sordos.) ¿Había alguna lista oficial de estas creencias y cómo sabía cuál necesitaba más énfasis? ¿Dónde terminó la luz y comenzó la oscuridad del error? Alguien que afirmaba ser cristiano podía en la práctica significar casi cualquier cosa con ello, como lo demostró mi propia experiencia y la historia de la vida religiosa estadounidense y británica. Muchos decían “Señor, Señor” que no estaban haciendo la voluntad del Padre. Esto era angustioso, pero, al llevar a Lewis como guía, tenía la esperanza de encontrar mi camino.
Me habían bautizado cuando era niño en la Iglesia Episcopal. Aunque asistí a grupos de jóvenes y campamentos de verano de otras denominaciones protestantes y a Inter-Varsity Fellowship mientras estaba en la universidad, era un episcopal tan leal como podría imaginarse: acólito, lector laico y miembro del coro. Supongo que había entrado en una iglesia católica no más de dos veces en mis primeros veinte años ni más de cinco veces en mis primeros treinta.
Desde mis primeros años había oído las habituales cosas terribles sobre los católicos: eran demasiado rígidos, demasiado laxos; demasiado escrupuloso, demasiado inescrupuloso; ignoraron la Biblia, creyeron ingenuamente cada palabra de la Biblia; siempre estuvieron demasiado a la defensiva y demasiado indefendibles; creían demasiado en las obras y poco en “la ética del trabajo”; dijeron cosas equivocadas y luego no hicieron lo que dijeron; buscaban el poder mundial y eran demasiado provincianos; bebieron demasiado vino pero no bebieron vino en la comunión. Obviamente estaban equivocados al ser católicos, pero nosotros, los episcopales, éramos "tan católicos" como ellos y podíamos recitar el Credo de Nicea sin ningún escrúpulo ante el temible adjetivo "católico".
Acepté todos estos y otros cargos, hasta que comencé a leer a CS Lewis alrededor de los trece años y, años más tarde, en la universidad, a Chesterton. Leí el de Lewis. Mere Christianity muchas veces y me sorprendió el pasaje en el que dice que su libro no pretendía decirle a la gente si debían hacerse anglicanos, metodistas, presbiterianos o católicos romanos y que “incluso en la lista que acabo de dar, el orden es alfabético."
Esta frase de usar y tirar fue un rayo. Si eso significaba algo, significaba que no consideraba que la posición católica romana fuera insostenible o incluso necesariamente inferior a la suya. Aunque esto pueda parecer una visión condescendiente de la Iglesia católica, para mí representó un paso adelante, al menos ahora que comencé a tomar nota del catolicismo e incluso estaba dispuesto a aprender de él en ocasiones (muy bien de mi parte, ¿eh?). Hasta que leí a Lewis no tenía una noción fija del catolicismo, pero había asumido que era insostenible. En sus otras obras habló favorablemente de algunas creencias y prácticas católicas.
Aún así, él nunca se había hecho católico y yo me aferré a la iglesia en la que nací y crecí. saboreé el Libro de Oración Común por su poderoso lenguaje litúrgico. Era difícil abandonar la atmósfera del anglicanismo; Quienes lo hayan hecho también lo podrán comprobar. Incluso me encantó la música del himnario de 1940, que estuvo en uso hasta su revisión en los años 1980. Cuando por fin me hice católico en la década de 1990, encontré católicos cantando muchos de los himnos con los que había crecido, por lo que no tuve ningún choque cultural en ese aspecto, excepto quizás cuando se incluyó el lenguaje de los himnos (rima con “crucificado” ).
La revisión de 1979 de la Libro de Oración Común No resultó para mí la decepción que resultó ser para algunos conversos. Yo ya estaba en la universidad y no presté mucha atención a ningún cambio en los ritos. El himnario, por otra parte, pensé que fue “desmejorado” unos años más tarde por los revisionistas, pero no me consideraba entre aquellos que abandonarían su iglesia sólo por disgusto hacia la música. (Esta actitud me ha ayudado ahora que soy católico).
Me tomé muy en serio las palabras de Alexander Pope, quien criticó a aquellos como “tontos melodiosos” que leen poesía simplemente
. . . para complacer su oído,
No reparar sus mentes: como algunos reparan la iglesia,
No por la doctrina, sino por la música que hay allí.
Estaba hablando de poesía, pero creo que la idea se aplica también a la liturgia.
Ahora bien, por mucho que aprecio la doctrina, estoy lejos de ser indiferente a la música religiosa, a diferencia de CS Lewis, que afirmaba que no le gustaban los himnos. Pasé de estudiar inglés en la universidad a estudiar música y seguramente no por falta de interés en la literatura inglesa.
Debería hacerse alguna mención de la influencia que los compositores católicos, y no sólo los autores católicos, han tenido en mi conversión; el punto principal es que gradualmente descubrí que grandes compositores protestantes como Bach y Handel, a quienes veneraba, no surgieron de en ningún lugar. Se basaron en la música polifónica y las técnicas de compositores católicos anteriores. Digan lo que quieran elogiando a Bach, y yo también podría decir mucho, no fue un innovador. Los historiadores de la música comprobarán lo que digo hay incluso un libro titulado Bach el prestatario.
Incluso cuando no tomó prestadas melodías directamente de compositores católicos, aprendió su oficio estudiando, entre otras cosas, música polifónica sacra de la Iglesia católica. En mis clases de historia de la música conocí obras de compositores franco-flamencos, italianos e ingleses cuyo ingenio creó cánones y fugas tan notables como los de Bach, pero, como hacían todo esto un par de siglos antes que Bach, sus nombres están mayoritariamente olvidados hoy.
Durante dos años tuve el privilegio de cantar con un grupo coral en el norte de Virginia, el Collegium Cantorum, que se especializa en “formas grandes para coros pequeños” de las épocas medieval y renacentista. El director, Timothy Kendall, ha producido bastantes conciertos en iglesias locales a lo largo de los años. Ha interpretado música de la Libro del coro de Eton, una colección de música litúrgica de Inglaterra fechada alrededor de 1500. De alguna manera escapó a la destrucción durante la agitación de la Reforma (sólo faltaban aproximadamente la mitad de las páginas, lo cual no es un mal trato para esos días) y permaneció intacta en la biblioteca del Eton College hasta que fue redescubierta en la década de 1950. La música es de una complejidad espectacular; es más bien un desafío interpretarla bien. Los textos son en su mayoría marianos, y antes de terminar con ese grupo, yo era un hombre diferente.
En mi cabeza todavía protestaba, aunque cada año más débilmente, pero “el corazón tiene sus razones”, como decía Pascal. Los conciertos que hicimos en la Catedral de San Mateo me dejaron una huella imborrable. En las notas del programa de los conciertos, Tim proporcionó traducciones de los textos. Aquí tenéis una traducción de Gaude Rosa Sine Spina:
“Alégrate, Rosa sin espinas, Virgen, lucero de la mañana que brilla más que el cielo, en quien el honor de la castidad y de la justicia florece cada vez más placenteramente. En ti no hay caída en la impureza, sino que sólo tú tienes todos los tesoros de la virtud.
“Porque has dado a luz a Dios y después del nacimiento permaneces como un padre virgen e intacto. Ésta es ella que venció y pisó a la serpiente, dispersando la culpa de Eva. Ésta es la que cura a los enfermos, blandiendo escudo contra el enemigo.
“Alégrate, oh Madre, de tu belleza, tú a quien la dignidad angelical no supera en honor; porque tú, oh Reina, empuñas el cetro y te sientas junto al Rey en el reino de los cielos, cuya cabeza, coronada de oro y adornada de gemas, brilla entre las estrellas maravilladas. La multitud de ángeles y el coro de santos no cesan de ensalzarte en alabanza.
“Oh cuán digna Madre de Dios te proclamamos, y cuán bondadosa con nosotros los miserables; una vez llamado, concedes lo que el corazón apesadumbrado desea y no nos abandonas. Por tanto, te ruego, reconcilia con Cristo a los que aquí oran y cantan tus alabanzas, y permite que los cielos se vuelvan a abrir y que nosotros nos reunamos a ti por toda la eternidad. Amén."
Hay una doctrina profunda aquí, como en la mayoría de las oraciones católicas, y comencé a ver algunas conexiones. Algunos de mis prejuicios estaban siendo socavados. Estaba “suspendiendo mi incredulidad”, al principio tal vez solo como intérprete, pero al poco tiempo estaba rezando esta oración como una oración. Ahora no tengo ninguna duda de que fui escuchado. En medio de las otras voces que cantaban, por encima de los sonidos distantes de una tormenta y del tráfico de la calle L en Washington (porque estos no pueden ser obstáculos para la Madre de nuestro Señor), mi oración se elevó.
Esa fue una de mis visitas a una iglesia católica, pero no la primera. Creo que la primera vez fue en Filadelfia en nuestro viaje de décimo grado. Me acompañé al tipo que me dio el ajo. Fui dos veces al Santuario Nacional en Washington, primero como turista durante otro viaje de la escuela secundaria y años más tarde para escuchar a John Michael Talbot. Uno de los temas del concierto fue “La Cena del Señor”, su composición de textos de la liturgia. Encontré y sigo encontrando gran parte de su música muy atractiva.
Otra visita más tuvo lugar en Florida, cuando mi madre y yo confundimos la parroquia católica con la iglesia episcopal al otro lado de la calle. Recuerdo que me sorprendió un poco la venta de boletos para la rifa afuera y la multitud mayor que el promedio adentro, pero ninguno de los dos se dio cuenta de que estábamos en la iglesia equivocada hasta que el lector nos dio la bienvenida a Saint'—–s. Iglesia Católica.
Salimos a toda prisa y casi detuvimos la procesión con un choque frontal. Fuimos debidamente castigados por esta grosería; Habíamos estacionado en medio del estacionamiento y no pudimos mover el auto hasta que terminó Misa. “Huí de Él, por las noches y por los días. . .”
Otra visita más fue a la Catedral de Santo Tomás Moro en Arlington, Virginia. El director musical en aquel momento era Haig Mardirosian, quien había compuesto una música especial para la consagración del nuevo obispo. Canté en el coro. Fue una misa espectacular y no se me pasó por alto el efecto que produjo. La música orquestal (para un estudiante de teoría musical y composición como yo) era bastante buena. Pero lo que más me impresionó fue un sencillo himno de Comunión cantado en armonía a dos voces con acompañamiento de guitarra. Si ha asistido a alguna parroquia católica en los últimos veinte años, lo habrá oído muchas veces. Me refiero al “Un Pan, Un Cuerpo”.
Recuerdo haber pensado: "Qué hermosa canción". Para aquellos que piensan que tales canciones son trilladas y añoran los días del canto gregoriano de la Liber UsualisSólo digo esto: estoy de acuerdo en parte en que algunas canciones modernas han perdido el sentido de lo sagrado y sí, me gusta el canto, e incluso elegí a Gregorio Magno como mi santo patrón. Pero el oro está donde lo encuentras o, para citar nuevamente a Alexander Pope: “No seas el primero en probar lo nuevo, ni el último en dejar de lado lo viejo”.
Como muchos que crecieron en las décadas de 1970 y 1980, estaba algo familiarizado con la música que se tocaba en las iglesias evangélicas y en sus estaciones de radio, “música cristiana contemporánea”, como se la llamaba generalmente (sin juego de palabras). Entre los artistas que escuché estaba Keith Green. Su Sin compromiso El álbum fue quizás su disco más popular. Tenía estas palabras en la canción principal:
Haz de mi vida una oración para ti
quiero hacer lo que tu quieres que haga
Sin palabras vacías y sin mentiras piadosas
Sin oraciones simbólicas, sin compromisos.
Solía leer el Boletín de los últimos días publicado por el ministerio de Green. Tengo copias en alguna parte de los artículos anticatólicos que comenzó a publicar hacia el final de su vida. (Murió en un accidente aéreo.) Recuerdo que me inquietaron y me sentí escéptico ante su retrato de las creencias católicas, en parte porque me consideraba católico en algún sentido (después de todo, ¿acaso no recitaba el Credo de Nicea todos los domingos?). Lo menciono principalmente para proporcionar antecedentes del siguiente incidente.
Yo trabajaba a principios de la década de 1980 en Reston Publishing Company en Virginia, y una joven que trabajaba allí era católica. Una vez me llevó al metro. En el camino mencionó que era católica. Dije que era anglocatólico y continué diciendo que me parecía “un buen compromiso” entre el catolicismo y el protestantismo (quizás el comentario más fatuo que haya hecho jamás). Su respuesta fue rápida y lista: “No hay compromiso”.
Nunca podría volver a escuchar esa canción de Keith Green sin que esas palabras suyas hicieran eco en mi mente. (El propio Green habría estado del lado protestante del “compromiso”. Mi atención estaba incómodamente dividida entre dos lados diferentes: una queja frecuente de personas que están sentadas en vallas.)
Unos meses más tarde, mi padre murió y esta misma joven me dijo que acababan de celebrar una misa por mi padre. Le pregunté: "¿Tuviste un qué?" “¿No sabes lo que es una misa?” "Por supuesto que sí." En realidad, sólo tenía una vaga idea de lo que quería decir. “Oraron por él en la iglesia”. "Oh. Muchas gracias."
Sería bueno si pudiera señalar influencias más personales, tal vez un santo amigo o un pariente con un don para la apologética, que me ayudó en el camino. Pero no te engañaré. Ninguno de mis amigos o familiares cercanos era católico. Un tío era un ateo elocuente. Cuando agonizaba (en un asilo de ancianos católico) había una foto del Papa Juan Pablo II en la pared y, aunque el discurso de mi tío se había visto afectado por un derrame cerebral, todavía podía señalar y decir: "Ese es un mal hombre". .”
Por cada buen ejemplo había otros menos saludables. Irónicamente, incluso los malos ejemplos, incluso los anticatólicos acérrimos, pueden hacer mucho bien, en contra de su voluntad. Pueden ser libros instructivos, en cierto modo. La historia de la salvación está llena de malos ejemplos, desde Caín hasta Judas y el último escándalo. En mis contactos con excatólicos, a menudo detecté una nota de ilógico, mezquino o confuso.
Más desconcertantes que los excatólicos y los anticatólicos eran los católicos nominales. Te dicen: “Soy católico, por supuesto, but. . . “Entonces afirman algo que está en desacuerdo con la enseñanza católica. Me refiero a teólogos contemporáneos como Charles Curran. Incluso antes de convertirme al catolicismo, me desconcertaba su lucha por conservar un puesto docente en el departamento de teología de la Universidad Católica de América.
Seguí los acontecimientos hasta la audiencia en la que un juez dictaminó que la Iglesia no estaba infringiendo sus derechos de titularidad, contrato o libertad académica al despedirlo. No conozco a Curran, pero tenía un gran interés en su caso porque trabajé durante dos años en la biblioteca de referencia de CUA.
Esto me lleva de nuevo a los libros. En última instancia, fue a través de la lectura como se resolvieron mis dificultades. El estudio de la Biblia ayudó, ya que a través de ella pude ver dónde nació el catolicismo y cómo aparecen los sacramentos en el contexto de la Iglesia primitiva. Aunque las parábolas habían resultado confusas cuando se les daban interpretaciones no católicas, tenían un sentido luminoso cuando se consideraba “el reino” como “la Iglesia”.
Mientras estuvo en la CUAI tuvo la oportunidad de leer numerosas obras sobre el catolicismo. Me gustaron especialmente la apologética y los libros de conversos católicos como Sheldon Vanauken, Peter Kreefty Thomas Howard. Varios títulos publicados por Ignatius Press me resultaron particularmente persuasivos. Leí los tres volúmenes de Kenneth Baker. Catolicismo, Karl Keating s Catolicismo y fundamentalismoy obras de Joseph Ratzinger, Henri de Lubac y Hans Urs von Balthasar.
Una de las mejores partes de trabajar en la biblioteca fue poder sacar volúmenes que no estaban disponibles como reimpresiones. G. K. Chestertonlos innumerables ensayos, Robert Hugh Benson, Confesiones de un converso y Religión del hombre llanoy el de Ronald Knox Eneida Espiritual, Dificultades, y Calibán en Grub Street(mi favorito personal por su lógica contundente y su sátira amable pero devastadora sobre las confusiones religiosas de la modernidad). Leí los sermones de John Henry Newman, Desarrollo de la doctrina cristianay su siempre popular refutación de Charles Kingsley, Apología Pro Vita Sua(o en el vulgar: Bueno, ¡disculpe por vivir!)
El sermón que lo cerró fue “Fe y duda”. Leí esto en una antología, El tesoro de la sabiduría católica, editado por John Hardon y poco después estaba llamando a la puerta de la parroquia. Eso fue hace más de cuatro años. Al momento de escribir este artículo no está claro si estoy llamado a una vocación religiosa o a seguir siendo laico, pero tengo plena confianza en que Dios, que ha comenzado una buena obra en mí, la completará. No puedo hacer nada mejor que terminar con una parte del magnífico sermón de Newman:
“Como en un tribunal de justicia, la inocencia de un hombre puede probarse de inmediato, mientras que la de otro es el resultado de una investigación cuidadosa. . . así la Santa Iglesia se presenta de manera muy diferente a las diferentes mentes que la contemplan desde fuera. Dios trata con ellos de manera diferente; pero, si son fieles a su luz, al fin, en su tiempo, aunque sea diferente para cada uno, Él los lleva a ese único y mismo estado de ánimo, muy definido y que no debe equivocarse, que llamamos convicción. . . . Un hombre puede estar tan seguro de seis razones que no necesita una séptima. . . En cuanto a la Iglesia católica, los hombres se convencen de muy diversas maneras: lo que convence a uno no convence a otro; pero esto es un accidente; De todos modos, tarde o temprano llega el momento en que un hombre debe estar convencido, y está convencido”.