
Se dice que el fundador de Roma fue Rómulo. Corría el año 753 a.C. Después de una serie de reyes que reinaron durante dos siglos y medio llegó la República, que duró hasta que Julio César cruzó el Rubicón. Augusto es considerado el primer emperador. Fue durante su largo gobierno (31 a. C. a 14 d. C.) que Cristo nació “en la plenitud de los tiempos”.
El imperio creció y finalmente incorporó partes de Gran Bretaña, la Península Ibérica y toda la circunferencia del Mediterráneo. En cierto modo, su éxito provocó su colapso. Las tribus bárbaras, ansiosas por compartir las riquezas del imperio, realizaron repetidas incursiones. Finalmente, la grandeza de Roma siguió el camino de la gloria de Grecia.
El último emperador tenía el irónico nombre de Rómulo Augustulo (“Pequeño Augusto”). La línea imperial terminó en un joven ineficaz que recibió el nombre del fundador de Roma y del emperador más grande, sin tener los atributos de ninguno de los dos. Luego vino la Edad Media, que estuvo llena de luz.
Esa luz era el evangelio. Cuando terminó el Imperio Romano, el cristianismo no sólo estaba bien establecido sino que había sido la religión oficial durante tres generaciones. Cuando los viejos dioses ya no pudieron sostener la civilización, la Iglesia del Dios real construyó una nueva.
Leemos esto como historia. Quizás deberíamos leerlo como acontecimientos actuales. Si bien casi todos en los últimos años del Imperio Romano entendían que las cosas estaban mal, pocos entendían lo que realmente estaba sucediendo. No vieron que estaban en el “fin de una era”, para usar la frase del historiador católico John Lukács.
Hoy estamos nuevamente al final de una era. El Papa Benedicto XVI ha señalado que “vamos hacia una dictadura del relativismo que no reconoce nada como seguro y tiene como objetivo máximo el propio ego y los propios deseos”. Esto es narcisismo político y moral. Ninguna civilización puede vivir en un suelo así.
Agustín murió medio siglo antes de que Rómulo Augústulo fuera derrocado, pero escribió La ciudad de dios porque reconoció que el imperio estaba expirando y que el cristianismo tendría que ser lo que informara y nutriera lo que vendría después. Se acercaba una noche oscura, pero habría unas cuantas velas para dar luz hasta el nuevo amanecer.
Estamos entrando en una nueva noche oscura, pero muchas personas no se dan cuenta de este hecho, del mismo modo que muchas lo eran en el siglo IV. No importa. Como lo hizo entonces, la Iglesia católica será portadora no sólo de la verdad religiosa sino de la civilización misma. Nuestros pequeños Augustos modernos caerán (tal vez no hoy, tal vez no mañana, pero muy pronto) y algo más vendrá después. Lo que será ese algo estará determinado en gran medida por lo que hagamos ahora. Como Agustín, tal vez no vivamos para ver el nuevo amanecer, pero podemos prepararnos para él encendiendo velas de fe en todo el mundo.