
Este año tenemos un regalo relativamente raro con la celebración de la Transfiguración el domingo. Esta fiesta cae en el calendario todos los años, pero el lugar donde es probable que la mayoría de la gente escuche el evangelio de la Transfiguración en el Rito Romano moderno es el segundo domingo de cuaresma, donde la historia comienza a prepararnos, al igual que lo hace en los Evangelios, para los acontecimientos de la Semana Santa.
Pero el enfoque de hoy tiene un tono diferente, complementado con lecturas de Daniel y 2 Pedro que enfatizan la asombrosa majestad y gloria de Dios. Esto no es simplemente una manera de prepararnos para el sufrimiento venidero, sino que es en sí mismo un vistazo de nuestra vocación celestial y del verdadero e incomprensible brillo de la Encarnación.
Primero, en Daniel escuchamos la visión del “Anciano de los Días”. Su vestidura es “blanca como la nieve”, su trono es “llamas de fuego”.
Los teólogos (y yo soy uno de ellos) suelen sospechar de las representaciones artísticas de Dios Padre. Tradicionalmente, él es, como fuente trascendente de la divinidad, indescriptible. Sólo Dios Hijo se encarnó y, por tanto, fue capaz de tener representación visible. Sin embargo, muchas de las tradiciones artísticas, especialmente en Occidente, se basan en esta escena de Daniel, por lo que las representaciones generalmente no son de Dios el Padre, per se, sino de esta imagen, que es representable porque Daniel la vio, del “ Anciano de Días”, una figura que expresa no tanto cómo luce Dios Padre en realidad, sino algo que nos da algunas pistas visuales sobre sus atributos y su naturaleza.
Lo clave en Daniel, para nuestros propósitos de hoy, es que este “Anciano”, resplandeciente con toda gloria y poder, comparte su poder y autoridad con el “Hijo del Hombre”. Ciertamente no tenemos en Daniel una explicación completa de la Trinidad, pero definitivamente tenemos una garantía, recogida inmediatamente por la Iglesia primitiva, de la compatibilidad de la Trinidad de Dios con lo que sabemos sobre él bajo el Antiguo Pacto.
Este glorioso Hijo del Hombre, nos dice San Pedro, es la fuente de nuestra fe. No seguimos “mitos inteligentemente ideados”; seguimos a Dios mismo, que en el monte se reveló a Pedro, a Santiago y a Juan. Esta revelación en particular era, por el momento, privada, pero su contenido es revelado más tarde por los santos apóstoles como testimonio adicional de los acontecimientos de la Resurrección.
El cristianismo siempre se ha centrado en acontecimientos públicos, no en historias secretas. Aunque como católicos no tenemos ninguna duda de que Dios y sus santos pueden continuar hablando directamente a la gente, tales revelaciones siempre están sujetas al juicio y al estándar de lo que se ha conocido públicamente. Este es un recordatorio especialmente crucial en estos días, cuando a muchas figuras les encanta andar por ahí proclamando que tal o cual cosa es “del Espíritu Santo”. El Espíritu Santo es y siempre ha sido el Espíritu de Dios revelado en Jesucristo. Su mensaje para nosotros es exactamente lo que el Padre revela en la Transfiguración: "Escúchenlo".
Pedro nos dice que las palabras del Señor son como “una lámpara que alumbra en lugar oscuro”, guiándonos “hasta que despunte el día y salga el lucero de la mañana en vuestros corazones”. La siguiente frase, lamentablemente eliminada del leccionario, ofrece una advertencia contra la interpretación privada: “Ninguna profecía de las Escrituras es cuestión de interpretación propia”. En otras palabras, la tradición apostólica –esa continuidad personal que se remonta a los testigos presenciales de la gloria– es la auténtica intérprete de la revelación representada por Moisés y Elías, la Ley y los Profetas. Vemos en el siglo XXI lo que sucede cuando todo el mundo piensa que puede leer las Escrituras por sí solo, aparte de la Iglesia: terminamos con mil iglesias diferentes, cada una de las cuales afirma poseer la auténtica palabra de verdad.
Desafortunadamente, esto no es completamente nuevo. Seguramente Pedro lo menciona porque es una preocupación viva incluso en el primer siglo. A principios del siglo II, vemos a San Ignacio de Antioquía insistiendo en que no podemos pretender seguir la fe apostólica si lo hacemos aparte del ministerio apostólico de los obispos. ¿Por qué seguimos cayendo en este hábito?
Bueno, ¿cuál es la primera palabra de Jesús después de que la voz divina nos instruye a escucharlo? “Levántate y no tengas miedo”. ¿Cuánto de nuestra división y distracción se debe al miedo? Ni el temor legítimo (ni lo que las Escrituras describen como el “temor del Señor”, que es un temor apropiado ante la trascendencia) ni el temor apropiado que describimos en el clásico acto de contrición, el “temor” de los dolores de infierno y la pérdida del cielo. Este es el miedo a perder cosas que para empezar nunca fueron nuestras (que es básicamente todo); el miedo a equivocarse en algo y tener que arrepentirse; el miedo a no conseguir todo lo que queremos; el miedo a ser despreciado o rechazado por el mismo mundo que despreció y rechazó a Cristo.
El mundo moderno está construido sobre el miedo. La política contemporánea se basa en el miedo y la ansiedad. Es difícil imaginar una alternativa.
Muchas de las tendencias divisivas de esta y de todas las épocas se han centrado en ceder a tal o cual miedo y encontrar una solución. Sin embargo, el evangelio nos sugiere que la única manera real de salir del miedo no es encontrar alguna solución mundana, sino encontrar una manera de adorar al Dios trascendente aquí y ahora. Yo diría que la tradición litúrgica de la Iglesia es la respuesta apostólica a la ansiedad mundana. Nunca aprenderemos la verdadera paz hasta que encontremos la gloria a la que somos llamados. Y la única manera de encontrar esa gloria es a través de la adoración.
En su glosa sobre la Transfiguración, San Crisóstomo escribe: “Pero si queremos, también nosotros contemplaremos a Cristo, no como entonces en el monte, sino con un brillo mucho mayor. Porque no así vendrá en el futuro. Mientras que entonces, para salvar a sus discípulos, descubrió de su brillo sólo lo que ellos podían soportar; De ahora en adelante vendrá en la misma gloria del Padre, no sólo con Moisés y Elías, sino con la hueste infinita de los ángeles, con los arcángeles, con los querubines, con aquellas tribus infinitas, sin tener nube sobre su cabeza, sino incluso el cielo mismo está plegado”. En la Misa nos unimos a esas huestes de ángeles; elevamos nuestro corazón al cielo. Y los gozos del cielo pueden enseñarnos cómo es estar libre de los miedos y ansiedades del mundo.