
No hay forma de evitar el tema bastante obvio del leccionario de hoy: el hombre y la mujer. El matrimonio.
En Génesis 2, vemos esa hermosa y poética descripción de Eva saliendo de la costilla de Adán. Al hablar de la Encarnación, San Anselmo dice que hubo, en la historia humana, tres tipos de concepción: un ser humano sin padre humano, es decir, Adán; un ser humano de un solo hombre, es decir, Eva; y, por supuesto, muchos seres humanos con padre y madre. Por lo tanto, era sumamente apropiado que el salvador completara el modelo naciendo solo de una madre humana sin padre humano.
A otros les gusta contrastar esto en términos del primer y segundo Adán y la primera y segunda Eva. La primera Eva surgió de Adán. El segundo Adán surgió de la nueva Eva.
Estos no son los énfasis principales de las lecturas., pero son resonancias clave. La historia tiene un significado; la historia tiene una relación con el presente. La redención, la salvación, la vida de gracia, nunca son un escape de la historia, una liberación de la creación, sino su sanación. Eso es importante. Gran parte de la vida moderna se centra en la idea de lo nuevo, en deshacerse del pasado y seguir adelante, comenzando desde cero. Para el cristianismo, eso es un engaño. La historia es lo que es. Estamos donde estamos y somos quienes somos, y encontrar la salvación, encontrar el punto final y el propósito de esta vida, tiene que comenzar desde esta realidad. Como dice TS Eliot en su Cuatro cuartetos, “sólo a través del tiempo se conquista el tiempo.”
Este concepto de la redención del tiempo y de la historia es seguramente relevante con lo que Jesús dice en Marcos sobre el matrimonio y el divorcio.
La visión moderna del matrimonio y del divorcio es, como sabemos, muy flexible. En el derecho civil, el matrimonio es simplemente un contrato entre individuos que puede formarse o disolverse a voluntad. La idea es que, en la práctica, se puede hacer una pausa, detenerse y reiniciar la vida cuando sea conveniente. Por supuesto, nadie cree realmente que esto sea así en la práctica, pero en el papel, así es como nuestra cultura ve las cosas. Y por eso la tradición cristiana –muy clara aquí en el Evangelio de hoy– de que el matrimonio es una realidad fundamental e indisoluble entre un hombre y una mujer resulta muy extraña para mucha gente.
No es este el momento ni el lugar para decir exactamente por qué es así o qué podemos hacer al respecto, pero podemos dedicar un momento a reflexionar sobre las palabras de nuestro Señor acerca del matrimonio. Es una conversación interesante. La gente pregunta sobre la posibilidad de divorcio en la ley judía, y Jesús da esta sutil respuesta: “Por la dureza de vuestro corazón, os escribió este mandamiento”. “Él” es Moisés. Luego dice: “Pero desde el principio de la creación…” y luego cita el Génesis. La versión de Mateo de esto es un poco más clara y más memorable. Allí, Jesús dice: “Desde el principio no fue así”. Esa frase es el punto de partida de todo un grupo de charlas del Papa San Juan Pablo II sobre la “Teología del Cuerpo”.
Nuevamente, no podemos hacer una exégesis completa en una homilía, pero podemos decir esto: las palabras del Señor aquí son potencialmente explosivas para su audiencia inmediata. ¿Por qué? Él sugiere que Moisés no debería identificarse al 100 por ciento y exclusivamente con la ley de Dios. Es difícil exagerar la importancia de esta línea en la tradición cristiana. Aquí obtenemos la implicación de que hay distinciones que hacer en la Antigua Ley. Algunas cosas están incorporadas a la creación. Algunas cosas fueron instituidas directamente por Dios. Algunas cosas fueron instituidas por Moisés como una concesión a la dureza de corazón.
Así que lo que está sucediendo aquí no es tan diferente de lo que sucede En el Sermón del Monte, aunque siempre ha sido popular entre la gente imaginar que Jesús de alguna manera deja de lado la ley del Antiguo Pacto por el bien de algunos comentarios vagos sobre el amor, de hecho radicaliza la ley, la profundiza y la clarifica. Ejemplo clásico: no basta con no cometer adulterio; no debes consentir el adulterio ni siquiera en tu corazón. La ley no se vuelve menos estricta, sino más estricta.
Así que, cuando se trata del matrimonio, el lenguaje primordial de las Escrituras es “los dos se convierten en una sola carne”. Hay una innegable permanencia en esto. O se convierten en una sola carne o no. Y aunque puede ser un desafío para el mundo, esta es la enseñanza católica sobre el matrimonio. Si tienes un matrimonio real y válido, es permanente, “hasta que la muerte nos separe”. Así que, o el matrimonio es completamente real o no lo es. Si no lo es, no significa que la relación no sea nada, o que los hijos estén mal de alguna manera. Es solo que no hay matrimonio.
A veces, esta enseñanza sobre el matrimonio puede parecer dura; es una forma de hablar que contrasta directamente con la cultura dominante y la ley moderna. Y es posible, como católicos, inclinarnos hacia ella de una manera que no sea edificante. Ir por ahí diciendo a la gente al azar que sus matrimonios no son reales rara vez es una buena estrategia. Pero la ley suprema de la Iglesia es la salvación de las almas, y la salvación siempre implica enfrentarse a la verdad. Esto es lo que hacemos cada vez que vamos a confesarnos. Puede doler, pero el dolor no es para siempre. La curación siempre es posible.
Me pregunto por qué esta enseñanza sobre el divorcio avanza directamente. ¿Qué tiene que ver este famoso pasaje sobre Jesús y los niños? Parte de eso es solo de Marcos, que siempre cuenta su historia con un ritmo vertiginoso. Pero los dos incidentes van juntos.
Muchos de los presentes están molestos con los niños. Cualquier padre conoce este sentimiento, al igual que muchos otros. Al fin y al cabo, somos adultos. Tenemos asuntos importantes que atender. No podemos molestarnos con exigencias infantiles, preguntas infantiles y cosas tontas como la necesidad de que nos levanten o la necesidad de observar con asombro la forma en que una determinada hoja ha caído al suelo.
Si pensamos dos segundos en el pasado, esta adultez egoísta está firmemente arraigada en la dureza de corazón que da lugar a malos matrimonios, divorcios y otros muchos males sociales. Y en respuesta a este tipo de adultez, Jesús dice muy directamente: tenéis que volveros como niños pequeños.
Caryll Houselander dice: “Las palabras de nuestro Señor son un desafío. Convertirnos en niños es un desafío a nuestro coraje: exige ante todo que nos atrevamos a crecer, a entregarnos a la vida, a aceptar la vida tal como es y, sobre todo, a aceptarnos a nosotros mismos tal como somos” (ver La Pasión del Niño Jesús, 51).
Haríamos bien en reflexionar sobre esa afirmación durante un tiempo.
Volverse como un niño no significa volverse infantil. Abandonar la adultez de un discipulado equivocado no significa no crecer. Significa más bien ser quienes somos, tener la humildad de reconocer que estamos en un mundo que no hemos creado, lleno de maravillas y verdades que siempre estarán más allá de nosotros.
El matrimonio verdadero requiere precisamente esta actitud infantil. Hablamos mucho de estar “preparados” para el matrimonio, y con razón, pero nadie está “preparado” para el matrimonio, como tampoco nadie puede estar “preparado” para crecer. Se requiere humildad y apertura a la vida, a lo inesperado.
De la misma manera, nadie está “listo” para recibir a Dios. La única que lo estaba –la Señora cuyo “sí” abrió la puerta de nuestra redención– ejemplificó esta disposición no con una confianza adulta y un plan completamente elaborado, sino con el humilde reconocimiento de que es posible recibir un regalo sin saber completamente qué es ni qué será.
Seamos como niños, acerquémonos al altar de Dios. No estamos aquí para reclamar algo como un derecho, sino para permitir que Dios crezca en nosotros hasta llegar a la estatura plena de Cristo en el reino de los cielos.