
RETO
“No veo cómo un Dios amoroso podría enviar a alguien al infierno. ¿Por qué querría castigar a una de sus criaturas por toda la eternidad?
DEFENSA
Dios no quiere que la gente vaya al infierno. Él “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim. 2:4), pero podemos rechazar su oferta de salvación.
Aunque las Escrituras y la Iglesia utilizan el lenguaje del castigo en relación con el infierno, esto debe entenderse correctamente.
“No es un castigo impuesto externamente por Dios sino un desarrollo de premisas ya establecidas por las personas en esta vida. . . La 'condenación eterna', por tanto, no se atribuye a la iniciativa de Dios porque en su amor misericordioso sólo puede desear la salvación de los seres que creó. En realidad, es la criatura quien se cierra a su amor. La condenación consiste precisamente en la separación definitiva de Dios, libremente elegida por la persona humana y confirmada con la muerte que sella para siempre su elección. El juicio de Dios ratifica este estado” (Juan Pablo II, Audiencia General, 28 de julio de 1999).
En consecuencia, “Dios no predestina a nadie para ir al infierno; para esto es necesario el alejamiento voluntario de Dios (pecado mortal) y la perseverancia en él hasta el fin” (CIC 1037).
No es que Dios elija enviar a una persona al infierno. La persona elige permanecer separada de Dios, rechazar su oferta de amor y perdón, y Dios respeta la elección de la persona. No obligará a una persona a unirse con él si esa persona elige estar separada.
Al final de la vida, nuestra elección se vuelve definitiva. No cambiaremos de opinión después de la muerte, por eso tanto el cielo como el infierno duran para siempre (cf. CIC 1035).
Pero mientras estemos vivos, todavía podemos elegir volvernos a Dios, sin importar lo que hayamos hecho, sin importar cuán graves hayan sido nuestros pecados. “No hay ofensa, por grave que sea, que la Iglesia no pueda perdonar. No hay nadie, por malvado y culpable que sea, que no pueda esperar con confianza el perdón, siempre que su arrepentimiento sea honesto. Cristo, que murió por todos los hombres, desea que en su Iglesia las puertas del perdón estén siempre abiertas para todo aquel que se aleja del pecado” (CIC 982).